Huellas de pies descalzos se dibujaron en las baldosas del
frío suelo, marcando los pasos de una danza invisible, volátil, de esas que
solo se podían bailar cuando los hombres dejaban volar su imaginación y las
puntas de los dedos rozaban nubes de colores no inventados aún.
Muy lentamente, rodeado de un silencio místico, mágico, de
Deidad eterna y de caminante entre dos Mundos, Morfeo atravesó el pasillo,
reteniendo el oxígeno dentro de sus pulmones, olvidando quién era, qué era,
para así poder contemplar a la joven que le impedía dormir.
- ¡Maldita sea! – Su voz fue un susurro temeroso,
nervioso, espoleado por cientos de miles de diminutas maripositas estelares
revoloteando en el interior de su estómago. El Dios del Sueño se sentía
confuso, perdido, incomprendido. - ¿Cómo es posible?
“¿Cómo es posible?”, “¿Por qué yo?”, “¿Por qué a mí?”, eran
las preguntas más frecuentes, interrogantes constantes que le perforaban el
cerebro y, si eso era un gran riesgo para una Deidad, más lo era cuando las
cuestiones sin respuesta se enredaban con los latidos de su Corazón, con aquel
“dum-lup, dum-lup, dum-lup” que sabía a caramelos de mora y piruletas de
chocolate. Un dulce aroma a Libertad, Amor y Pasión que su Alma nunca había
experimentado hasta entonces, pues nunca antes el Hijo del Olimpo había sido
consciente de la Mortalidad, de su propia Mortalidad, de aquella Mortalidad que
se suponía solo estaba destinada para los Seres Humanos.
Con mimo, Morfeo apoyó su frente sobre la puerta cerrada del
cuarto donde descansaba su Bella Durmiente, permitiendo a sus iris plateados
fundirse con la oscuridad, armándose de un valor que nunca había necesitado
para introducirse sin permiso en los Sueños de los otros, sin importar si su
condición era de Dios o de Mortal. Tiernas, las manos del hombre recorrieron la
superficie de roble, despacio, muy, muy despacio, como si la madera fuera piel,
centímetros y centímetros de cuerpo, del cuerpo de su Sueño, de su Pesadilla al
mismo tiempo, de su Todo, de su Nada.
Un juego. Eso era lo que había sido siempre. Una aventura.
Un divertimento. El Dios del Sueño era un tirititero orgulloso, arrogante y
altivo. Un enemigo fabuloso, un guerrero extraordinario, un asesino de
realidades. El único ser capaz de doblegar a aquel que osase hacerle frente, pues
los secretos, los miedos y los puntos débiles del Mundo flotaban a sus anchas
en su Reino, se retorcían y se agitaban, se aliaban con la Noche y, cuando los
párpados caían y se dejaban sumir en la seguridad de lo que se suponía el
Sueño, Morfeo atacaba y rasgaba las horas, atando a Dioses y Mortales en contra
de su voluntad, reteniéndoles en sus dominios. Pero… No siempre era así. No
siempre había Pesadillas. La Deidad Olímpica también podía ser compasiva y
amable, mostraba toda su dulzura y ternuras con las más pequeños, a quienes,
atraído por esa Fantasía que inundaba la infancia, les regalaba todo tipo de
excursiones oníricas, viajes por la Imaginación, Dragones y Duendes, Princesas
y Súper Héroes, Monstruos contra los que luchar para poder alcanzar tesoros
maravillosos.
Y entonces… Entonces, una madrugada, de esas en las que
tenía ganas de hacer explotar la cordura de los Seres Humanos, saltando entre
sus terrores, azuzando a los Demonios a provocar sudores fríos y despertares
entre gritos, se perdió en su propio Reino…
Los aullidos guturales
lo atrajeron de inmediato, murmullos de muerte y destrucción que se extendían
como ecos desacompasados entre los cascotes carcomidos de las ruinas de un
edificio de cinco plantas. Un esqueleto de hormigón y recuerdos calcinados,
vigas retorcidas e historias que debían haber sido olvidadas hacía demasiado
tiempo.
Morfeo frunció el
ceño, contrariado, apretando las mandíbulas y haciendo que sus hermosas y
terribles facciones se contrajesen en una mueca de desagrado. La cicatriz que
atravesaba su ojo izquierdo, salvado gracias al ingenio de Asclepio y que, a
pesar del corte, no había perdido ni un ápice de belleza, y que se extendía a
través de su pómulo, hundiéndose ligeramente sobre la mejilla, acompañó a su
dueño en aquel movimiento de enfado. Las botas militares del Dios del Sueño se
movieron por una orden imperativa del cerebro, pero, al hacerlo, un chapoteo
ruidoso y asqueroso resonó bajo la suela. La ceja derecha se elevó como un
resorte, extrañado por lo pegajoso que estaba el suelo y, por primera vez desde
que había aparecido de la Nada, su mirada descendió rápida y curiosa hasta el
pavimento alfombrado por una masa sanguinolenta y espesa, carne putrefacta y
gusanos que se estaban dando el festín de su corta vida.
- ¡JO-DER! –
La exclamación fue escupida con interés, dos sílabas que rozaron las cuerdas
vocales de Morfeo a una velocidad vertiginosas y que, sin ni siquiera
pretenderlo, se convirtieron en una llamada urgente. - ¡JO-DER!
La sangre del Dios del
Sueño golpeó sus venas y arterias. Enrabietado y enfurecido, el líquido
escarlata comenzó a burbujear con rapidez, provocando la ira de Morfeo. Un
cabreo peligroso. Demasiado peligroso. Ese lugar, ese edificio… No le
pertenecía. No había sido creado con sus hilos oníricos. Aquel lugar, aquel
edificio… Estaba dentro de sus dominios, pero no le pertenecía.
- ¡JODER!
¡JODER! VOY A ENCONTRARTE Y….
Los gritos de la
Deidad Olímpica se extinguieron, sorprendidos, agarrotados en la garganta, se
vieron desprotegidos de pronto y enmudecieron de golpe. Apagados por la mirada
de ojos muertos que tenía frente a sus ojos de Luna, Morfeo se mordió la voz,
presa de un miedo desconocido, al encontrarse en medio de una de sus
creaciones, de una de sus múltiples Pesadillas. Los Zombies no respondieron a
sus órdenes mentales, ni a sus mandatos, ni a ninguna de sus exigencias,
parecían no tener dueño, parecían no escuchar al Dios del Sueño. Estupefacto y
atónico, nada podía hacer, salvo tratar de escapar de aquella marabunta de Muertos
Vivientes que le cercaban, extendiendo sus brazos sin músculos, carne
desgarrada y cuerpos mutilados, entrañas y vísceras carcomidas por otros de su
misma condición.
- ¡A LA
MIERDA!
Una espada rasgó el
aire, seccionando de cuajo una cabeza con cuatro pelos, boca desdentada y la
mirada perdida, un globo ocular que colgaba como un yo-yo, balaceándose de
derecha a izquierda. Como una pelota, la cabeza silbó contra el viento,
golpeando una y otra vez a un par de Caminantes, hasta terminar aplastada por
los pies muertos de aquellos que habían sido sus hermanos. Cubierto de sangre,
el Lobo que abría sus fauces en una camiseta negra, despertó de su letargo y,
fruto de los Sueños, el animal se posicionó al lado de Morfeo que, arma en
mano, luchaba cuerpo a cuerpo contra la Muerte hecha enemigo, que, sin parar,
sin detenerse, iba reduciendo su espacio vital a un diminuto círculo.
- ¡NO TE
RINDAS! – Valientes y atrevidas, las tres palabras se colaron con suavidad
entre los alaridos, rebotando contra las paredes de cuerpos sin vida, pero
cargadas de seguridad. – VOY A…
La voz de mujer se
extinguió, como segundos antes había sucedido con la suya propia,
convirtiéndose en un espejismo auditivo. Estaba solo. El Dios del Sueño estaba
solo. Conocía el mecanismo de las Pesadillas, estaban llenas de falsas
esperanzas, de ilusiones que no eran más que humo, que dejaban a sus
protagonistas con su único yo como ayuda.
- … A
echarte una mano… - Una sonrisa divertida, infantil y preciosa se estampó
frente al rostro de Morfeo. Una sonrisa amparada por un rostro imperfecto, pero
bello, salpicado de pequeñas gotitas de sangre, que, como tatuajes, explicaban
el relato de cómo, espada en mano también, se había abierto paso entre la
maraña de Zombies. - ¡¡Ufff!! – La joven dejó escapar el aire con rapidez,
obligando a sus pulmones a prepararse para una nueva bocanada de oxígeno,
necesaria y urgente. Sus iris castaños sonrieron a su vez, cansados, pero
graciosos, fijándose con descaro en los plateados del Dios del Sueño. – Hace
mucho que nadie viene a la ciudad…
Comentarios
Publicar un comentario